San Francisco, 16/6/1979
Casa de Coppola sobre Broadway. Afuera un viento muy fuerte sacude con violencia los arbustos de laureles. Los veleros en la bahía se inclinan por completo; las olas están afiladas, inquietas. Desde Alcatraz, el faro manda señales en pleno día. Todos mis amigos no están ahí. Cuesta acometer este trabajo, esta enorme carga de los sueños. Sólo los libros dan algún consuelo.
La torrecita, arriba en la esquina de la casa, designada ingenuamente para la meditación, está repleta de una claridad tan chillona que me atrevo a asomarme sólo de a un minuto por vez, luego me hace retroceder de nuevo. Puse la pequeña mesa contra la única porción de pared, el resto son ventanas llenas de luz enloquecida, y en la pared dibujé con regla y lápiz puntiagudo una retícula de precisión matemática. Eso es todo lo que veo: el punto donde las líneas se cruzan. Trabajo en el guión con mucha furia y urgencia. Será apenas poco más de una semana, mirando fija y desquiciadamente ese punto.
El aire está fresco, casi frío. El viento golpea de tal forma contra los vidrios que pierdo el punto frente a mí y me doy vuelta directo hacia la luz, tan filosamente clara que duele en los ojos. Sobre el puente Golden Gate se mueven diminutos puntitos de autos. Tampoco la oficina de correos al final de la colina servía de refugio. De regreso, subiendo el camino empinado, me sobrepasaban por el suelo las hojas secas. Era el fin de la primavera, pero el follaje caído estaba coloreado de amarillo y rojo oscuro. El viento lo hacía avanzar delante de mí por sobre la colina de piedra, y cuando llegué arriba el puño del vacío lo había arrebatado. Una vez más, y como un escalofrío, me entró contra cualquier intento de defensa la certeza de hallarme en una estrofa de un poema ajeno, y me sacudió de tal forma que miré furtivamente a mi alrededor por si me habían visto. La colina se convirtió en un enigmático monumento de hormigón, y eso hizo que hasta la colina se asustara de sí misma.
Werner Herzog
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